Apuntes sobre cultura, ideología y revolución (Aportes para una posible estrategia)

01.10.2015 20:21

Aporte de Néstor Kohan para el debate del Encuentro Continental MCB-Octubre 2015.

Índice

Sistema mundial, crisis y dependencia

El imperialismo, algo más que un tigre de papel

Orfandad teórica, eclecticismo y ausencia de “Estados-guía”

Formaciones ideológicas, cuestionamientos  al marxismo y cooptación académica

La crisis del “neodesarrollismo”, los gobiernos progresistas y la disputa por el movimiento popular

Crisis de civilización y ofensiva sacerdotal del Vaticano

Sistema mundial, crisis y dependencia

“Si el dinero, como dice Augier, “viene al mundo con manchas de sangre  en una mejilla”, el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies”

KARL MARX: «EL CAPITAL»

 

    Poco misterio. Las pistas están a la vista. No estamos aislados, sino insertos en un sistema mundial. No se puede comprender la crisis actual de América Latina, sus altos índices de pobreza y exclusión, el saqueo de sus recursos naturales y sus bienes comunes, la violenta proliferación del narcotráfico y las mafias delincuenciales urbanas, la sustitución de cultivos tradicionales por semillas transgénicas, la tala desorbitada de árboles y la minería a cielo abierto, la precarización del empleo y la fragmentación social de la clase trabajadora, el deterioro general de los salarios obreros y los niveles de vida junto con la superexplotación de la fuerza de trabajo, la enorme acumulación de capital que los acompaña y la proliferación de bases militares norteamericanas que nos inunda, al margen de las nuevas formas que asume la dependencia del imperialismo.

Para comprender nuestro presente de crisis, partimos metodológicamente del sistema mundial capitalista (“el mercado mundial y su crisis”), como nos enseñó Karl Marx desde los Grundrisse hasta El Capital. La categoría dialéctica más concreta es la de mercado mundial . Las sociedades y estados naciones latinoamericanos y las diversas regiones de Nuestra América sólo se pueden comprender en su trágica y sufrida historia pasada y en el dramático presente histórico a partir de su inserción forzada en el sistema mundial capitalista que violentó nuestro continente desde 1492 en adelante subordinando, deformando, distorsionando, combinando lo más arcaico, comunitario y ancestral con modernidades excluyentes y represivas, en una mixtura endemoniada.

Aunque la explicación del endogenismo (basado en “las causas internas” del subdesarrollo, como escribía Rodolfo Puiggrós, o en la articulación de diversos modos de producción dentro de una misma formación económico social, como señalaba Agustín Cueva) y el paradigma del sistema mundial (según apuntara Ruy Mauro Marini, entre otros) fueron durante décadas dos bibliotecas completas que atravesaron el debate marxista latinoamericano, en la actualidad la balanza se inclina, sin duda, hacia este último.

Aquella conquista, feroz, genocida y sanguinaria, posibilitó el desarrollo del sistema mundial capitalista en permanente expansión, en esa época bajo hegemonía del capital comercial. Como señala Karl Marx en El Capital: “El descubrimiento de las comarcas de oro y plata en América, el exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles-negras [esclavos negros], caracterizan los albores de la era de producción capitalista” .

Cinco siglos después de semejante tragedia histórica, los pueblos de Nuestra América continúan padeciendo —en nuestro caso en forma subordinada y dependiente— este sistema mundial capitalista cuya polarización entre los centros imperiales y las periferias no ha dejado de pronunciarse y profundizarse, incluso cuando dentro del abanico de las periferias haya habido en los últimos años nuevas estratificaciones entre “periferias” y “semiperiferias” , llamadas mediante un eufemismo tecnocrático “economías emergentes”, en las cuales la explotación de la fuerza de trabajo sigue siendo central (aunque quede desdibujada en las estadísticas aparentemente neutrales y equidistantes del PBI).

Que Estados Unidos levante un muro oprobioso para frenar la movilidad y el desplazamiento de la fuerza de trabajo a uno y otro lado de la frontera de las maquilas superexplotadoras y que incluso países en crisis galopante como Grecia (y otros del sur europeo como Italia) reciban las desesperadas oleadas migratorias que trágicamente naufragan en el mar Mediterráneo escapando del hambre africano habla a las claras de una estructura capitalista asimétrica a escala mundial que no se puede tapar con la mano dibujando artificialmente un capitalismo plano, homogéneo, “desterritorializado” y “mútuamente interdependiente”, sin jerarquías, dominaciones, sometimientos ni dependencias, tan sólo distinguible por diferencias cuantitativas de productividad tecnológica. No, el marxismo como teoría crítica no puede aceptar ese papel cómplice y legitimador del orden establecido. Ni siquiera con citas prestigiosas de El Capital.

Dicha globalización imperialista, jerárquica, desigual, con metrópolis, semiperiferias y periferias dependientes, está en disputa y ya nadie puede considerarse el monarca absoluto de la misma . Sin embargo, aunque debilitada y por algunos momentos compartida, no ha desaparecido la hegemonía continental y mundial geoestratégica, tecnológica y político-militar de los Estados Unidos. Digan lo que digan los “expertos”, lejos estamos de una ilusoria y difusa multipolaridad homogénea, plana, simétrica, equidistante y sin centro alguno de gravedad. Al menos para los pueblos de América latina ese dato no debe pasarse por alto. Cuando la braza arde y las papas queman, las fuerzas de Estados Unidos mandan y, a lo sumo, apenas se moderan ante las advertencias de otras potencias capitalistas rivales, antiguas o nuevas. Toda la futurología que pronosticaba el inminente “derrumbe”, el escenario de una “decadencia inexorable” y “el desplome” a corto plazo del imperialismo y la gran potencia del norte se encuentra más cerca de la ciencia ficción y el mundo sombrío de las distopías literarias que de la lucha antimperialista real .

Un movimiento revolucionario serio y que aspire a tener rango, perspectiva, estrategia e incidencia real a nivel internacional no debe perder la brújula del enemigo principal ni dejarse encandilar por las alabanzas fáciles que intentan seducir pronosticando livianamente la caída inminente del capitalismo norteamericano (siempre postergada para más adelante).

Lo que está claro es que, aunque durante las décadas de 1980 y 1990 las nociones de “imperialismo” y “dependencia” fueron menos utilizadas en escritos y reflexiones académicas de ciencias sociales (daban casi la impresión de ser categorías y teorías proscriptas…), en las primeras décadas del siglo XXI vuelven a ocupar de lleno el centro de la escena intelectual. No por dejar de mencionar estos procesos, tendencias y relaciones ellos dejan de existir. Lejos estamos del giro lingüístico que pretende disolver el mundo social reduciendo sus relaciones de poder y dominación, jerarquías y subordinaciones, explotaciones y saqueo, a un mero efecto del discurso (académico, en este caso). Borrar una palabra del pizarrón o dejar de mencionarla en los papers académicos no anula la relación social en la vida real.

Las nuevas formas y modalidades que asume la acumulación de capital y la dependencia a escala del sistema capitalista mundial (donde el Pentágono es acompañado por las fuerzas de la OTAN, la CIA y la NSA por el MOSSAD y el tesoro norteamericano por el Bundesbank y la troika) condicionan social y materialmente las formas de resistencia popular antiimperialista. Pensar una estrategia política internacional a futuro presupone dar cuenta de sus condiciones de posibilidad sociales y materiales.

El imperialismo, algo más que un tigre de papel

    La situación actual de Nuestra América no puede analizarse como una fotografía fija o un presente sin historia. Nuestros actuales conflictos y contradicciones sociales irresueltos sólo resultan comprensibles si los entendemos como el resultado y el punto de llegada de la violencia capitalista y de la instalación político-militar de un reforzamiento de la dependencia.

Ya desde el mismo nacimiento de los primeros “experimentos” neoliberales, encontramos la presencia indeleble del ejercicio de la fuerza material y la violencia extrema al interior de lo que suele denominarse la economía capitalista.

Como es bien sabido y en su momento lo demostraron André Gunder Frank  y Perry Anderson, el neoliberalismo no nace históricamente con Margaret Thatcher en Inglaterra ni con Ronald Reagan en Estados Unidos, sino con el golpe de Estado del general Pinochet en Chile, en septiembre de 1973. Los campos de concentración de Chile y los desaparecidos de Argentina fueron la cuota del “sacrificio” que nuestros pueblos tuvieron que pagar en el altar de “los Mercados” para que las burguesías lúmpenes de nuestro continente aplicaran sumisamente las recetas y falacias de Milton Friedman.

Esa primera experiencia neoliberal a nivel mundial, caracterizada por una política de choque y ajuste fulminante, respondió a una estrategia de fuerza del capital imperialista impuesta —literalmente— a sangre y fuego. Sólo una vez que el “experimento” logró instalarse en la periferia latinoamericana, dependiente y subordinada al sistema mundial, el capital y sus grandes multinacionales lo aplicaron en los capitalismos centrales de la mano de Thatcher y Reagan.

Esa ofensiva mundial del capital, articulada con la carrera armamentista, logró quebrar el equilibrio bipolar de la guerra fría, contribuyendo a la posterior implosión de la Unión Soviética y el llamado “campo socialista”, mal llamado  “socialismo real”. De allí en más se pone fin al sistema mundial bipolar.

A la caída —sin honor y sin gloria— de la URSS, se sumó la crisis de numerosas experiencias nacional-populistas en el Tercer Mundo, que habían surgido y se habían desarrollado luego de la descolonización.

Este proceso experimentado en las periferias y semiperiferias acompañó a su vez la crisis de los pactos (explícitos o implícitos) de gobernabilidad en los capitalismos metropolitanos vigentes desde la posguerra hasta mediados de los ’70 —la supuesta “edad de oro” del capitalismo keynesiano y el Welfare State que en Nuestra América fue más bien… un Estado del malestar—. Pactos y regulaciones que alentaban y al mismo tiempo ralentizaban, por un lado, la movilidad internacional del capital y sus inversiones monopólicas externas, incentivando la libre circulación de mercancías mientras que en el mismo proceso aplastaban la rebeldía de la clase trabajadora tratando de impedir, de paso, la movilidad de la fuerza de trabajo a escala internacional, contribuyendo de este modo al abaratamiento de su precio en las negociaciones laborales-sindicales con el capital.

Las asimetrías entre salarios obreros y productividad del capital entre el primer mundo y el tercero (con su correspondiente diferencia en la composición orgánica de los respectivos capitales y la indisimulable jerarquización de las condiciones de vida entre un mundo y el otro) no se explican únicamente por cuestiones tecnológicas y económicas  sino también y quizás principalmente políticas.

Que el mismo obrero, haciendo el mismo trabajo con el mismo capital constante invertido por parte de una empresa multinacional, empleando la misma maquinaria, sometido a la misma intensidad y al mismo ritmo, gane 5 veces menos en Bolivia y en Guatemala, 3 veces menos en México, Brasil o la India que en Alemania, Inglaterra o Estados Unidos no se comprende plenamente ni de forma exclusiva a partir de una problemática únicamente tecnológica sino principalmente socio-económica y política.

Los acuerdos socialdemócratas del primer mundo, vigentes entre 1945 y comienzos de los años ’70, dividían el campo internacional del mundo laboral, debilitando políticamente los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo y aislando las insurgencias político-militares de cualquier alimento exterior que les diera fuerza objetiva y posibilidad de continuidad a largo plazo.

Aunque las empresas multinacionales y el imperialismo se beneficiaban con esos acuerdos institucionales (suscriptos en el primer mundo por la aristocracia obrera, los sindicatos burocratizados, la socialdemocracia y el eurocomunismo), maniatando —y dividiendo— la rebeldía de la clase trabajadora mundial, al capital no le fue sin embargo suficiente. La indisciplina de la mano rebelde del trabajo se le escapaba como el agua de los dedos. Hacía falta un escarmiento que posibilitara mantener a raya a la plebe, reinstalara la férrea disciplina social que desde 1922 hasta 1945 imperó en Europa occidental (Italia, España, Alemania) y garantizara el sostenimiento de la amenazada tasa de ganancia a escala global.

Aunque el neoliberalismo combinó desde inicios de los ’70 la violencia extrema y las políticas sociales de choque con falsas promesas de extensión de “la democracia” y “los derechos humanos”, los únicos que realmente se extendieron en esos años fueron los mercados de mercancías y capitales. La clase obrera europea y norteamericana siguió atada de pies y manos. Mientras tanto, América latina fue sometida a ese talón de hierro y a estas políticas de choque del gran capital (con la sola excepción de Cuba).

En los capitalismos realmente existentes, tan lejanos de los imaginarios que predicaban en las aulas universitarias de Chicago Milton Friedman y sus cómplices de traje y corbata, fueron crecientes las violaciones de los derechos humanos a través de dictaduras feroces que aplicaron con tortura, desaparición y secuestros el recetario neoliberal. Los planes (políticos, militares y económicos) fueron implementados a escala global. Las escuelas de tortura por las que pasaron decenas de miles de policías y militares funcionaban en paralelo a las escuelas de economía y administración donde los becarios latinoamericanos recibían las ecuaciones falaces de la escuela neoclásica.

Aquellos años asistieron a un franco debilitamiento de las (ya de por sí escasas) instancias públicas de control democrático de la política en los países capitalistas, tanto centrales como periféricos. El creciente vaciamiento de las formas republicanas (aunque burguesas) de gobierno en aras de la manipulación mediática de los votantes y la fabricación industrial del consenso pasivo fueron el telón de fondo de esta hegemonía neoliberal. La ofensiva patronal contra la clase trabajadora latinoamericana atravesó todos los órdenes de la vida (económico-salarial, precariedad laboral, seguridad social, educación y salud públicas, etc.). Las universidades latinoamericanas y sus centros de investigación recibieron un golpe demoledor (quizás con excepción de México, que entonces lo retrasó para recibirlo una década después).

Paralelamente, mientras se postulaba un supuesto “achicamiento del Estado”, los capitalismos realmente existentes fortalecieron las fuerzas estatales de represión bajo la prédica de una supuesta “tercera guerra mundial”, de carácter ideológico donde la hipótesis de conflicto principal era aniquilar al enemigo interno: la rebeldía del propio pueblo. Tanto a nivel nacional como internacional. No resulta aleatorio que durante esos años se haya generalizado a escala planetaria el control militar de EEUU y la OTAN, violentando las soberanías nacionales de los Estados capitalistas dependientes, periféricos y semiperiféricos como son la mayoría de los latinoamericanos.

¿Qué nos dejó como herencia ese modelo neoliberal impuesto a sangre y fuego durante los últimos cuarenta años a nivel mundial? Una sociedad globalizada donde las enfermedades curables hacen estragos y millones de personas empobrecidas se mueren de hambre y padecen analfabetismo, exclusión y explotación extremas mientras que 500 grandes empresas mundiales manejan el 80% de la producción y el comercio del planeta.

Según el Financial Times del año 2002, de esas 500 compañías y bancos, casi un 48% pertenecen a EEUU; 30% a la Unión Europea y apenas el 10% a Japón. En total, aproximadamente el 90% de las mayores corporaciones que dominan la industria, la banca y los grandes negocios son norteamericanas, europeo occidentales o japonesas. Hoy habría que agregar las firmas chinas. Según estos datos, salta a la vista de cualquier observador no prejuiciado que el poder mundial no está repartido por todo el mundo ni que se difumina en una supuesta “desterritorialización” sin centro ni jerarquías. El poder no está diseminado por cualquier lado. No, de ningún modo. Está bien determinado. El poder mundial de las relaciones de capital produce y reproduce permanentemente agudas asimetrías. A pesar de los relatos apologéticos, el capitalismo jamás ha sido plano ni homogéneo, hoy menos que nunca.

En el capitalismo globalizado de nuestro tiempo, a pesar de su aguda crisis (que explotó en el 2008 y todavía no termina), el imperialismo norteamericano continúa ocupando un lugar preponderante. Para repensar la problemática del imperialismo necesariamente hay que depositar la mirada sobre la potencia hegemónica que pretende y de hecho ejerce funciones de big brother, policía mundial y principal ejército represivo del planeta.

A pesar de la retórica posmoderna y posestructuralista (acompañados por el marxismo liberal) que apresuradamente dio por finalizado el imperialismo, éste sigue generando y provocando guerras, invasiones, golpes de estado, destrucción del ecosistema y miseria popular por todo el planeta. Reaccionando en forma desesperada frente a una crisis económica todavía más aguda que las de 1929 y 1974, el imperialismo contemporáneo se torna más agresivo que nunca.

La pretendida “guerra infinita contra el terrorismo” (que incluye entre otras maravillas civilizatorias formas de tortura peores y todavía más sádicas que las medievales) implementada desde hace década y media por EEUU en varios países y continentes a través del Pentágono y la OTAN, la CIA y la Agencia Nacional de Seguridad (NSA, el monstruoso y omnipresente big brother de nuestros días según las escandalosas revelaciones de Edward Snowden), no es más que la pantalla ideológica del intento por reconquistar la hegemonía mundial apropiándose de los recursos naturales, bienes comunes, territorios y mercados a escala planetaria. El tan promocionado “multiculturalismo” del presidente Obama encubre el aplastamiento de las culturas y la imposición mundial de un american way of life que generaliza un consumismo desenfrenado y el culto irracional de las armas, incluso en escuelas primarias, provocando periódicamente masacres de niños en el propio territorio norteamericano.

A tal punto llega el keynesianismo militarista norteamericano de nuestros días y su obsesión por controlar, vigilar y castigar cualquier mínima disidencia o rebeldía frente al sistema capitalista globalizado que, según datos oficiales, el número de militares en estado de servicio activo para el 31/1/2012 ascendía en EEUU a 1.458.219, a los cuales se deben sumar unos 225.000 mil “contratistas” (o sea mercenarios). A esa cifra descomunal deben agregarse la existencia en Estados Unidos de 1.271 organizaciones gubernamentales y 1.931 empresas privadas dedicadas a la inteligencia y el llamado “contraterrorismo” utilizando a 854.000 empleados que realizan sus actividades en 10.000 localizaciones diferentes y producen 50.000 informes de inteligencia al año . Una verdadera parafernalia vigilante y represiva sin guerras mundiales y en tiempos de supuesta “paz”, hipertrofiada, parasitaria e improductiva, que haría sonrojar a los más fanáticos burócratas militares del fascismo europeo de mitad del siglo XX.

Aunque notablemente debilitado y con una economía carcomida por dentro, Estados Unidos sigue jugando un lugar predominante en la dominación imperialista mundial. Europa occidental y la OTAN son socias menores. China, indudable potencia económica de primer rango, se encuentra militarmente subordinada.

A pesar de la inmensa acumulación de publicaciones académicas que al unísono cantan loas al republicanismo, al liberalismo y al constitucionalismo estadounidense, debemos reconocerlo: no hay economía mundial sin el sistema de bases militares de Estados Unidos. Ese sistema de bases militares no desaparece en función de un fantasmagórico “poder desterritorializado y difuso” como sugirieron durante tres décadas varias plumas y teclados posmodernos. Por el contrario, se multiplica.

La crisis del capitalismo mundial, altanera y vengativa, atraviesa y carcome el orden completo del entramado social. Ya no se trata única o exclusivamente de una crisis “económica”, centrada en la sobreproducción relativa, la burbuja inmobiliaria, el desempleo y la estanflación, o de una crisis meramente política marcada por la ausencia de gobernabilidad o la falta de credibilidad en las formas tradicionales de representación ciudadana .

La turbulencia global de nuestros días reúne, condensa y sintetiza un conjunto muy variado de contradicciones sociales insolubles que convergen sobre un mismo ángulo y matriz. Lejos de ser una crisis meramente coyuntural (es decir, una «crisis capitalista» episódica y reiterada), nuestro tiempo contemporáneo asiste a la emergencia de una crisis civilizatoria, estructural y sistémica, de largo aliento (o sea «una crisis del capitalismo en su conjunto», de mucho mayor alcance, larga duración y profundidad que las crisis periódicas). Crisis que se expresa al mismo tiempo como ecológica, ambiental y energética, alimentaria y humanitaria, tecnológica, urbana y rural, política y militar, caracterizada por una sobreproducción estructural, una recesión que se va convirtiendo en depresión progresiva, acompañada de la ruptura de la cadena de pagos e imposibilidad de asumir las deudas externas, la explosión de la burbuja financiera e inmobiliaria, la descomposición y desintegración social, la pobreza extrema en la periferia del sistema mundial y el desempleo galopante, incluso en las sociedades capitalistas metropolitanas. La superexplotación (proceso en el cual el capital expropia parte del fondo de consumo obrero redoblando la explotación de la fuerza de trabajo) también alcanza economías del primer mundo, sin dejar de estar presente en las economías dependientes . Una crisis objetiva del orden social en su conjunto que al mismo tiempo se expresa como crisis cultural de las formas de subjetividad hasta ahora predominantes en el capitalismo tardío.

En suma, asistimos a una crisis histórico-cultural de la civilización capitalista en su conjunto. Una crisis de nuevo tipo. El imperialismo nunca había desatado tantas posibilidades destructivas al mismo tiempo para el sistema social capitalista. Como alguna vez alertara Fidel Castro hablando del medio ambiente, una especie está en peligro de extinción: la especie humana.

Según reconoció el 21 de febrero de 2009 Paul Volcker (director de la Reserva Federal de los Estados Unidos durante los gobiernos de James Carter y Ronald Reagan) en la Universidad de Columbia, dicha crisis sistémica que hoy en día desgarra y tensiona al conjunto de la sociedad capitalista mundial, resulta mucho más grave que aquellos momentos de zozobra que golpearon duramente al capitalismo en 1929. El jerarca de las finanzas George Soros no afirmó nada muy diferente.

Pero no sólo supera ampliamente las incertidumbres y el pánico burgués de 1929, también resulta mucho más demoledora y extendida que la crisis del dólar de los años 1968-1971-1973.

A esa sobreacumulación de tensiones irresueltas y contradicciones antagónicas insolubles que van carcomiendo desde adentro al capitalismo imperialista como sistema mundial de dominación —“Nuevo apartheid a escala global”, según los términos de Samin Amin— se suma la preponderancia absoluta de una sola potencia militar a nivel mundial, secundada por la OTAN y sus sumisos satélites europeos. El monopolio de las armas de destrucción masiva (con la amenaza permanente de desencadenar una guerra termonuclear y bioquímica) y la generación de nuevas guerras de conquista y destrucción generalizada que se han sucedido sin interrupción desde la invasión de Irak en 1991 hasta nuestros días ponen totalmente fuera de discusión la patética teoría de la interdependencia que traería una “paz perpetua” de la mano del mercado neoliberal y el libre comercio internacional. Lo mismo vale para la desfachatada falacia de Vargas Llosa y otros ideólogos neoliberales según quienes “las materias primas y los recursos naturales del Tercer Mundo ya no son necesarios a las grandes potencias”.

Lejos de desaparecer el imperialismo, como vaticinara Toni Negri en su promocionado ensayo Imperio  y otros exponentes de un marxismo liberal, Estados Unidos abre nuevos frentes de guerra bombardeando “humanitariamente” no sólo Irak y Afganistán, sino también Libia (interviniendo y desarticulando Siria —generando una emigración forzosa y masiva— y amenazando a Corea del Norte e Irán, logrando que éste último termine firmando bajo presión), mientras instala siete nuevas bases militares en Colombia y lanza a los mares del mundo su cuarta flota imperial. A medida que aumentan las amenazas de la crisis, el sistema de dominación se torna más agresivo. Todos estos países bombardeados, intervenidos o amenazados en nombre del “pluralismo” y “la libertad” poseen inmensos recursos naturales. ¿Será quizás una casualidad?

En la sociedad contemporánea la reproducción “normal” del capital imperialista no puede sobrevivir sin un proceso generalizado de guerras preventivas, intervenciones extraterritoriales y militarización creciente de todo el globo terráqueo. Procesos estrechamente ligados al intento norteamericano de hegemonía y dominación absoluta de todo el planeta, incluido por supuesto su “patio trasero” que desde la doctrina Monroe en adelante las elites estadounidenses no han dejado de considerar como propio.

Nunca antes una potencia imperialista había asumido con semejante agresividad, cinismo y desfachatez el propósito de dominar todo el mundo. El programa político-militar del Pentágono y sus estrategas apuntan a la  militarización de toda la Tierra (e incluso del espacio exterior). Quizás el único antecedente cercano, mínimamente comparable, haya sido el de Adolfo Hitler y las peores pesadillas del nazismo.

La estrategia norteamericana de “Seguridad Nacional” y la injerencia sobre América Latina, implementada desde la era Reagan en adelante, resultó potenciada en términos geométricos después de septiembre de 2001. A partir de entonces, en EEUU se crea un superministerio de seguridad específico con aproximadamente 170.000 empleados. Los escándalos de los últimos años a partir de las revelaciones del ex contratista y técnico espía de la CIA y la NSA Snowden no hacen más que corroborar a nivel popular lo que todo el mundo ya sabía.

 Sin embargo, esa estrategia y el predominio que en ella juega el militarismo, el control policial de toda la vida social (dentro y fuera de EEUU, principalmente dirigida hacia América latina) y la opción por las guerras, bombardeos e invasiones no debe quedar reducido exclusivamente a una dimensión técnico-institucional. No son sólo los generales del Pentágono quienes optan por la guerra. Es el capitalismo como sistema el que necesita la guerra y el keynesianismo militar para morigerar sus crisis, sus déficits y su falta de soluciones a largo plazo para resolver las demandas de la sociedad global.

El potencial militar de EEUU constituye parte inseparable de la dominación mundial imperialista que, además de la dimensión militar, también se ejerce en el terreno económico, político, diplomático y cultural. Ninguna de estas dimensiones se pueden separar en forma completa, como si fueras “factores” aislados. En realidad, constituyen dimensiones  diversas de una misma totalidad social. Evitando toda tentación fetichista (que tiende a aislar el “factor económico” del “factor político” del “factor ideológico”... y así de seguido...), nunca debemos olvidar que la sociedad no es una sumatoria de “factores” sino un conjunto de relaciones de fuerzas entre las clases sociales.

Si hubiera que ubicar en puntos geográficos de EEUU esas dimensiones no sería exagerado identificar algunas ciudades y condados emblemáticos: Washington para el poder político y militar (Casa Blanca), New York para el poder financiero (Wall Street); Langley, Virginia para el poder de inteligencia (CIA), Condado de Arlington, Virginia (Pentágono-Departamento de Defensa) y Los Ángeles para el poder ideológico (Hollywood).

Hace ya mucho tiempo, en un estudio hoy clásico sobre el imperialismo, Harry Magdoff alertaba contra toda tentación fetichista o mecanicista en las ciencias sociales: “Una condición necesaria para este tipo de crecimiento económico [se refiere al de las finanzas y la industria norteamericanas correspondientes al año 1968] es la existencia de un medio ambiente político y militar favorable: la actividad política y militar y las alianzas internacionales deben estar orientadas a establecer y mantener el control y la influencia en lo político y militar. Tampoco aquí es cuestión de determinar qué va primero. El control económico, el control militar y el control político se apoyan y estimulan recíprocamente”.

Recientemente, más cerca nuestro que aquel clásico estudio de Magdoff, Peter Gowan ha vuelto a insistir con la estrechísima imbricación entre dominación económica y dominación militar para el caso norteamericano. Así señaló que “El brazo militar norteamericano constituye la forma principal mediante la cual los Estados Unidos expanden y mantienen su penetración económica en otras economías políticas. [...] El predominio militar norteamericano, tanto en general como mediante lo anteriormente mencionado, constituye un apoyo del sistema monetario internacional posterior a 1971, consistente en crear dinero basado en el dólar”.

 Hoy más que nunca antes en la historia, la dominación imperialista tiende a ir borrando las fronteras entre los fenómenos “puramente económicos” y aquellos que serían “puramente político-militares”.

Cualquiera sea el partido que se tome en la discusión sobre si el imperialismo norteamericano es tan agresivo en el terreno militar porque es débil económicamente y su hegemonía se encuentra en su fase de declinación (como sugieren, por ejemplo, Giovanni Arrighi y Beverly Silver) o si la lógica militar acompaña la expansión de la acumulación capitalista a nivel mundial bajo una creciente hegemonía norteamericana (como afirma, por ejemplo, Ana Esther Ceceña) lo cierto consiste en que aquellos que en otra época eran llamados “medios extraeconómicos” se han vuelto parte central del corazón del capitalismo imperialista de nuestros días. Se opte por la primera o por la segunda hipótesis, en cualquier caso lo que ya va quedando fuera de toda discusión es que esta activa intervención político-militar se va transformando cada vez más en una dimensión privilegiada y fundamental del nuevo imperialismo.

La ya mencionada estrategia de “Seguridad Nacional” del imperialismo norteamericano se rige por los objetivos del Departamento de Defensa de EEUU. Estos objetivos delimitan los “intereses vitales” de Estados Unidos. Entre ellos, cabe destacar los siguientes tres:

(a)  Asegurar el acceso incondicional a los mercados decisivos, a los suministros de energía y a los recursos estratégicos.

(b)   Prevenir la emergencia de hegemones o coaliciones regionales hostiles.

(c)    Disuadir y, si es necesario, derrotar cualquier “agresión” en contra de Estados Unidos o sus aliados”.

Pero no es éste un problema exclusivamente institucional del Estado norteamericano ni de sus administraciones. Esa estrategia político-militar es parte de una lógica más global de la dominación social ejercida por el capital de nuestros días. La lógica de dominación imperialista va mucho más allá de la marioneta visible —antes Bush, hoy Obama— puesta al frente de la Casa Blanca por aquellas grandes corporaciones que conforman lo que en su época el presidente Dwight Eisenhower denominó el “complejo militar-industrial”.

Esa lógica está marcada hoy en día por la estrategia de la “guerra preventiva” y la “guerra permanente contra... el terrorismo”. ¿A qué denominan “terrorismo” los estados mayores del Pentágono? Pues a toda disidencia radical, a todo movimiento social rebelde, a todo aquel o aquella que no acepte la disciplina mundial del capital o no obedezca las órdenes de la Casa Blanca.

La globalización de la política de mano dura, “Seguridad Nacional” y el neomacartismo norteamericano (incluyendo los programas de vigilancia informática absolutamente violatorios de la privacidad de los ciudadanos estadounidenses y de cualquier país del mundo) han impulsado el notorio debilitamiento de las instancias jurídicas internacionales. Las  Naciones Unidas, que por otra parte tampoco eran sinónimo de democracia ni de  ecuanimidad en las relaciones internacionales, se han convertido en una patética fachada de los planes militares del Pentágono. Todo orden jurídico, toda norma de derecho internacional tiende a ser reemplazada por los bombardeos de persuasión y los “daños colaterales” de la aviación norteamericana.

Como señala Samir Amin: “Estados Unidos estará llamado a sustituir el derecho internacional por el recurso de las guerras permanentes (proceso que ha comenzado en el Medio Oriente, pero que apunta ya hacia Rusia y Asia), deslizándose por la pendiente fascista (la “ley patriótica” ya le ha dado poderes a su policía frente a los extranjeros —aliens— que resultan ser similares a los que poseía la Gestapo”.

Contrariamente a los viejos relatos institucionalistas y liberales que conceptualizaban a la guerra como “una anomalía entre dos momentos de paz y desarrollo”, y a diferencia de los recientes relatos posmodernos y posestructuralistas que pretenden edulcorarla apelando a las formas jurídicas y legales de la constitución norteamericana, las nuevas formas de la dominación imperialista han terminado subordinando la política a la guerra, así como las instancias jurídicas internacionales al empleo desnudo de la fuerza militar y la retórica liberal a la vigilancia totalitaria donde desaparece toda intimidad y toda vida privada.

Las Naciones Unidas han votado reiteradas veces contra diversas formas del colonialismo. Una de las más conocidas ha sido la Resolución No. 1514 (XV), de 1960. Otra fue la Resolución 2189 del 13 de diciembre de 1966 (del XXI Periodo de Sesiones de la Asamblea General) referida especialmente al tema de las bases militares de las grandes potencias en países bajo dominación colonial. Más tarde, de 24 de octubre de 1970, la Resolución No.2625 (XXV), vuelve a abordar el tema. Y así de seguido.

Sin embargo, la proliferación desde hace por lo menos medio siglo —aunque en Cuba la de Guantánamo se instaló hace más de 100 años— de bases militares estadounidenses no ha dejado de expandirse por todo el mundo, particularmente en América latina .  E incluso se ha multiplicado desde el fin del sistema bipolar de la guerra fría. Según apunta Tariq Alí, “de los 189 Estados miembros de las Naciones Unidas, en 121 hay presencia militar norteamericana”. En total, EEUU mantiene actualmente aproximadamente 700 bases militares fuera de su territorio nacional. A comienzos del siglo XXI se calculaba en aproximadamente 250.000 el número de efectivos de las Fuerzas Armadas estadounidenses que ocupaban esas bases, aunque muy probablemente hoy la cifra sea todavía mayor y vaya en aumento.

La instalación de todas esas bases militares estadounidenses en más de la mitad de los países de la Tierra no puede pasar desapercibida para la ciencia social y la teoría crítica. Esa presencia constituye un dato demasiado escandaloso como para ser soslayado o mantenido fuera de la agenda de discusión teórica en el campo de la economía política y de su crítica.

¿Cómo puede después sostenerse, con un mínimo de seriedad intelectual, que el colonialismo es algo pretérito, totalmente abolido y cancelado por el nuevo orden mundial? ¿Cómo explicar, desde el punto de vista específico de las ciencias sociales, esa increíble presencia militar norteamericana en todos los confines del planeta Tierra? ¿Si, supuestamente, el colonialismo y la dependencia ya no son conceptos “útiles”, con cuales habría que reemplazarlos?

Mientras las economías capitalistas latinoamericanas naufragan una a una, la militarización y la penetración norteamericana aumentan día a día. El nuevo pretexto utilizado por la gran potencia del norte es la lucha contra “el narcotráfico y el terrorismo”. Ya hay bases militares de EEUU en Tres Esquinas, Larandia y Puerto Leguizamo (Colombia, a las que se han agregado las siete nuevas que tanta resistencia han provocado), Iquitos y Nanay (Perú), Reina Beatriz (Aruba), Hato (Curaçao), Vieques (Puerto Rico, de donde tuvieron que retroceder por las protestas populares), Liberia (Costa Rica), Comalapa (El Salvador), Guantánamo (Cuba), Soto de Cano (Honduras). A esto se suma el intento de construir nuevas bases en Tierra del Fuego (Argentina), en las orillas del río Itonamas (Bolivia, aunque tuvo la resistencia del gobierno indígena) y controlar la base militar de Alcântara (Brasil), a lo que se suma el proyecto de insertarse tanto en la provincia argentina de Misiones y dirigir la Triple Frontera de Argentina, Brasil y Paraguay como en el Amazonas brasileño. Cualquiera de estas bases puede ir cambiando en forma flexible (se saca una, se pone otra), pero el esquema permanece.

A esta inmensa tela de araña imperialista de bases militares se suman los crecientes ejercicios militares conjuntos entre los patrones estadounidenses y sus serviles vasallos latinoamericanos: Cabañas; Águila I, II y III; Unitas; Cielos Centrales; Nuevos horizontes, etc., etc. Que el Comando Sur (USSOUTHCOM) del Ejército norteamericano se haya trasladado de Panamá a Miami no ha cambiado el fondo del asunto, incluso lo ha agravado. Continúa el claro predominio imperial norteamericano sobre las fuerzas militares de la región.

Esa presencia militar abierta y descarada se combina con los proyectos económico-políticos y geoestratégicos destinados al control y apropiación de los recursos naturales (agua, petróleo, biodiversidad, etc.) porque, insistimos, en el capitalismo imperialista de nuestros días no se pueden abstraer ni fragmentar ninguna de estas dimensiones. De allí que las bases militares y los “programas” de ejercicios conjuntos de las fuerzas armadas se complementen con “planes” políticos geoestratégicos (Plan Colombia, Plan Puebla-Panamá, Plan Dignidad, Plan Iniciativa Regional Andina, etc.) y “proyectos” económicos (ALCA, NAFTA, TLC, IIRSA). Si uno no es aceptado, se reemplaza inmediatamente por otro. Ninguna de estas instancias constituyen “factores” aislados, sino diversas facetas de una misma dominación social de las grandes corporaciones multinacionales con asiento principal en los Estados Unidos.

Como el mundo actual ya no es bipolar, el poder militar estratégico de Estados Unidos no tiene enfrente ninguna potencia que pueda enfrentarlo abiertamente en el terreno militar. En el mejor de los casos le pueden enviar “advertencias” (como aquellos famosos misiles en Siria), pero no más que eso. Sin la Unión Soviética, no existe actualmente ninguna “reserva estratégica” (sea o no burocrática) que pueda oponerse seriamente a la geoestrategia de EEUU. Cuando a inicios de los años 90 Estados Unidos bombardea la embajada de China en Yugoslavia, el gigante asiático, una de las primeras potencias económicas y comerciales del mundo, se queda completamente petrificado (probablemente pensando en sus negocios). Militarmente no lo podía enfrentar.

En nuestros tiempos, la asimetría tecnológica entre el imperialismo euro-norteamericano y las fuerzas revolucionarias del Tercer Mundo ensancha su brecha día a día. Por eso el imperialismo actúa de modo más agresivo que nunca, intentando paliar su crisis económica y social interna con el keynesianismo militar y un estado cada vez más policíaco y represivo. El macartismo, ya presente en los años 50 y renacido en los años 80, hoy se multiplica exponencialmente, bajo la máscara del “multiculturalismo plural” y sus “guerras humanitarias”. Mientras en las Academias universitarias las filosofías y las disciplinas sociales aplauden el supuesto “derecho a la diferencia” y lo convierten en una nueva metafísica fetichizada, en la vida cotidiana real asistimos a más vigilancia, control y totalitarismo a escala mundial. Lamentamos decirlo, pero la retórica de la paz… llena de sonrisas ante las cámaras… es muy poco creíble.

Los cambios no ocurren sólo en el plano de la tecnología de guerra, y los dispositivos de vigilancia informática y control comunicacional. Resulta inocultable cierta mutación en la sensibilidad cultural de las subjetividades populares. La fragmentación social (que es real y no la negamos, aunque el posmodernismo la internaliza y asume como propia y la eleva a programa haciendo de necesidad virtud, pegando el salto al vacío de la falacia naturalista, pasando de lo que ES a lo que DEBE SER) genera mayor dificultad para la hegemonía socialista y la perspectiva del poder revolucionario, intentando deslegitimar la violencia popular, plebeya y anticapitalista. Por eso se arrincona a todas las insurgencias (en el primer mundo, en el Tercer Mundo) para que abandonen la lucha, firmen de manera acelerada la paz, entreguen sus instrumentos de defensa y se rindan definitivamente.

Orfandad teórica, eclecticismo y ausencia de “Estados-guía”

        Hoy en día el movimiento revolucionario latinoamericano y del Tercer Mundo carece de “faros” o “Estados-guías”. Ya no hay “modelos” apriorísticos destinados a aplicarse mecánicamente en cualquier lugar del mundo haciendo abstracción de cada formación económico social, sus clases en conflicto, su cultura, su historia y sus tradiciones de lucha. No tenemos padres ni partidos “guías” que dicten una estrategia internacional válida para todo tiempo y todo espacio, independiente de las condiciones específicas de cada sociedad. (La nostalgia fácil e inoperante por la antigua y poderosa Unión Soviética y por la “figura fuerte” de Stalin en el que incurren algunos destacamentos aislados, flaco favor le hacen al movimiento revolucionario de nuestros días. A partir de esa nostalgia fuera de época y de lugar no se logrará conquistar una nueva juventud revolucionaria contra el capitalismo y el imperialismo).

Esa constatación de ausencia de “faros” o “Estados-guías” resulta contradictoria. Por un lado, se han generado fuertes dificultades para mostrar ejemplos empíricos de sociedades y modos de vincularse entre las personas y los colectivos sociales alternativos y antagónicos con el mercado capitalista. Al mismo tiempo el marxismo se vivencia como referencia histórica pasada —respetable y prestigiosa, incluso con rasgos de “gran ideología” y fuente de “pensamiento clásico”, pero muchas veces visualizada como un paradigma “desactualizado” y poco acorde a la vida cotidiana del día a día—, entremezclado con una enorme cuota de eclecticismo ideológico y pragmatismo político. Se puede apelar simbólicamente a Mao y apoyar al mismo tiempo una propuesta de gobierno socialdemócrata-neoliberal que ejecuta, con poca piedad, los recortes de la economía neoclásica más sádicos. Todo al mismo tiempo y sin percibir ninguna contradicción. Se puede invocar y celebrar la figura insurgente, prestigiosa y emblemática del Che Guevara e ir electoralmente como furgón de cola del trotskismo más moderado e institucional (que se da el lujo de insultar periódicamente al mismo Che Guevara). Se puede recurrir al recuerdo iconográfico de la herencia de Lenin y los bolcheviques mientras se promueve un acuerdo leonino con una multinacional de origen norteamericano. La ideología se ha vuelto difusa y mezclada. Sus contornos y orientaciones se tornan borrosos. La Biblia junto al calefón (como dice una histórica letra del tango argentino “Cambalache”). Doble vida y doble discurso. Se dice una cosa, se hace lo contrario. Ante la ausencia de paradigmas claros y nítidos, el eclecticismo se ha apoderado de la política cotidiana, incluso contra las intenciones de las propias organizaciones que tienen voluntad de seguir siendo fieles a la herencia insumisa del marxismo revolucionario.

Mientras tanto, esa ausencia de alternativas concretas que sobrevivan más allá del muro del capital, debilita la posibilidad de contar con ayuda exterior para nuestras luchas (aunque paradójicamente se amplíe la libertad de movimiento para las fuerzas antimperialistas y anticapitalistas). De allí que aumenten las dificultades y al mismo tiempo los desafíos para construir una nueva articulación y una nueva coordinación internacional de las rebeldías antisistema.

Este escenario internacional se produce en una fase del capitalismo imperialista que profundiza la miseria popular, la superexplotación de la clase obrera, la dependencia neocolonial y las guerras de rapiña y saqueo por los recursos naturales del Tercer Mundo y especialmente de América Latina. 

Lejos estamos de un mundo armonioso, estable y en paz. Actualmente hay más violencia que en los años ‘60 y ‘70, el problema es que esa violencia predominante es institucional, estatal, multinacional, imperialista y cuando no es estatal, es paramilitar, narcotraficante, mafiosa, “traqueta”, pandillera o lumpen. Falta una mayor respuesta popular que pueda enfrentarla y acabar con ella después de tantos genocidios que intentaron disciplinar la desobediencia de las y los de abajo. La resistencia, de todos modos no ha desaparecido. Día a día continúa el intento del pueblo iraquí por expulsar las tropas estadounidenses que humillan y expolian su petróleo. El pueblo palestino no ha dejado de enfrentar los tanques israelíes. Las mujeres kurdas y el pueblo sirio siguen resistiendo heroicamente frente a un fundamentalismo islámico desopilante e irracional inventado artificialmente por Estados Unidos e Israel. La juventud de los pueblos vasco, catalán y galego ensaya mil formas, para desobedecer y terminar con la ignominia de la dominación neofranquista del estado español (presentada en forma de “republicanismo institucional” con picana y otras torturas). En Colombia la resistencia del pueblo tampoco ha desaparecido (terminen como terminen las negociaciones de paz entre insurgencia y Estado), alentando e impulsando un movimiento de masas movilizadas que sólo podrá ser desarticulado y aplastado a costa de un nuevo genocidio como el que padeció la Unión Patriótica en los años ‘80. En México, en Bolivia y en Ecuador la resistencia indígena, tan distinta al imaginario hippie de turistas progres que la visitan con un libro posmoderno bajo el brazo mientras intentan cuadricularla en el lecho de Procusto de sus esquemas de pizarrón, no ha podido ser aniquilada. En Brasil, cuando todo el mundo pronosticaba sometimiento eterno a las grandes empresas que se quieren quedar con el Amazonas, millones de personas salen a la calle e intentan dar vuelta todo. Y en Venezuela el bolivarianismo, con no pocas contradicciones y limitaciones internas, ha impulsado toda una serie de mecanismos de integración regional desafiando la estructura institucional de la OEA (títere de los EEUU), mientras a escala continental reinstala el debate sobre qué significa el socialismo en el siglo XXI (¿cooperativismo con crédito estatal de la renta petrolera? ¿Economía mixta bajo la fórmula elegante de la “autogestión” que solo reclama “una gotita de petróleo” para cada empresa o en cambio una planificación socialista a escala nacional y regional, expropiando a las burguesías, incluyendo no sólo a la escuálida sino también a la que tramposamente se disfraza de “bolivariana”? El debate sigue abierto después de la muerte de ese entrañable rebelde llamado Hugo Chávez que sin contar con ninguna superpotencia militar en la espalda supo desafiar al amo del mundo, cara a cara y con mucha valentía política).

En síntesis, la rebeldía social y la indisciplina contra el capital, la opresión nacional y el imperialismo no han desaparecido, se han multiplicado en el siglo XXI. Nuestra América constituye en ese contexto uno de los territorios principales de lucha antiimperialista a escala global. Precisamente por eso aquí, en este continente, se produce una de las mayores disputas simbólicas por la conducción del movimiento de masas… El eclecticismo ideológico que padecen (padecemos) las fuerzas de izquierda no resulta de gran ayuda, sino más bien todo lo contrario, a la hora de dar esa batalla por la dirección del movimiento popular.

En ese nuevo contexto de época, los movimientos sociales de Nuestra América vienen reclamando y gritando desde comienzo del siglo XXI y en forma desesperada: “¡Otro mundo es posible!”. Creemos no equivocarnos al señalar al socialismo no sólo como proyecto político internacionalista sino también como nueva cultura y una nueva alternativa civilizatoria para la Patria Grande y a escala planetaria. Un socialismo que jamás vendrá en forma automática o evolutiva, poniendo la otra mejilla y “sin que nadie se enoje y siendo amigos y amigas de todo el mundo”, sino a partir de las contradicciones, los enfrentamientos de clase, las luchas de liberación y las revoluciones antiimperialistas y anticapitalistas. La única manera en que podremos realizar el sueño libertario, emancipador y nuestroamericano de Tupac Amaru, Tupac Katari, Toussaint L’Ouverture, Simón Bolívar, San Martín, Mariano Moreno, Juana Azurduy, Manuela Sáenz, José Martí y el Che Guevara.

Si hay imperialismo, la tarea antimperialista se impone con más urgencia que nunca. Si hay dependencia, jerarquía y explotación, entonces el sujeto sigue siendo la clase trabajadora, explotada y superexplotada, acompañada de todos los otros sujetos oprimidos y oprimidas.

De todo ese inmenso abanico heterogéneo y multicolor, destacamos dos casos emblemáticos, que durante décadas han ocupado un papel central como espejos de otras resistencias populares. Se trata de los casos de Euskal Herria y Colombia, donde el pasaje a la lucha prioritariamente política, abierta y legal constituyen puntos de llegada de acumulaciones previas. No parten de lo electoral como columna central para intentar construir y acumular políticamente desde allí, sino al revés. La política legal y abierta constituye en ambos casos —sin olvidar sus diferencias, contextos y tradiciones específicas— la expresión de relaciones de fuerza previamente constituidas y legitimadas a nivel masivo en la confrontación directa y en el ejercicio de la fuerza material contra el aparato de Estado burgués (no obstante no queda excluido, en ninguno de los dos casos, el resurgir contrainsurgente de los GAL y los paramilitares, lo cual debería llamar la atención de los movimientos mencionados…).

Por contraste con ambos casos, asistimos a la renovación de la vía institucional y socialdemócrata de experiencias electorales como Syriza en Grecia y Podemos en el Estado español que de forma híbrida recrean, cada una a su modo, el viejo eurocomunismo y la aún más antigua socialdemocracia combinándolas con formas plebiscitarias y retóricas de una nueva-vieja izquierda “horizontalista-autonomista”, siempre sobre la base de un subsuelo común: (a) El respeto de la institucionalidad burguesa a rajatabla, en cuyo marco se desarrolla su forma prioritaria de hacer política; (b) La desconfianza hacia toda iniciativa política rupturista; (c) La apelación al marketing electoral y la preocupación obsesiva por ocupar espacios en los grandes monopolios de incomunicación y (d) La oposición cerrada a toda forma de insurgencia extra-institucional. Las fundamentaciones y legitimaciones teóricas varían, incluyendo desde el elegante posmarxismo de Ernesto Laclau, el más tosco eurocomunismo reciclado y aggiornado hasta añejas y envejecidas recetas republicanas que nos invitan, tímidamente, a “radicalizar la democracia”. El denominador común en estas últimas experiencias es la renuncia explícita a toda estrategia de poder o confrontación revolucionaria por el socialismo.

La otra cara de la moneda de esa ausencia de “Estados y partidos guías” es que el movimiento popular ya no tiene por qué atarse mecánica y dócilmente a una sola estrategia (como sucedió en otras épocas). Ni solo insurrección urbana rápida, ni solo larga marcha campesina, ni solo guerra popular y prolongada, ni foco rural, ni únicamente Fuerzas Armadas como sujeto dirigente, ni únicamente parlamentarismo institucional ni depositar de forma exclusiva todas las apuestas en la participación puramente electoral. Quizás la mejor estrategia de nuestra época consista en poder combinar diversas formas de lucha, legales y no legales (como en su época sugería Lenin, que de este tema algo sabía…), de acuerdo a la correlación de fuerzas de cada situación histórica, sin atarnos de antemano a ningún esquema preestablecido.

Formaciones ideológicas, cuestionamientos al marxismo y cooptación académica.

        Acompañando el vacío referencial del marxismo histórico y el eclecticismo ideológico que lo acompañó y lo acompaña, en Europa occidental y en Nuestra América se produjo una proliferación académica de metafísicas “post” (posmodernismo, posestructuralismo, posmarxismo, etc.). Esa familia difusa hoy asumió un nombre común, el posfundacionalismo.

Todas estas metafísicas cantan en coro: “¡Ya no hay sujeto!”. ¿Con qué los reemplazan? Pues por una proliferación de multiplicidades o “agentes” sin un sentido unitario que los articule o los conforme como identidad colectiva a partir de la conciencia de clase y las experiencias de lucha.

Si fuese cierto que ya no habría sujetos, entonces desaparecerían como por arte de magia toda alienación, todo aislamiento obligado, toda soledad impuesta, todo sufrimiento inducido, toda manipulación mediática, todo aplastamiento, neutralización y cooptación de las experiencias de rebeldía radical, toda represión de la cultura y la sexualidad, toda prohibición de la cooperación social, toda explotación y, por supuesto, todo... fetichismo.

¿Qué restaría entonces? Pues tan sólo... esquizofrenia, desorden lingüístico, descentramiento de la conciencia otorgadora de sentido y ruptura de la cadena significante, predominio del espacio aplanado de la imagen por sobre el tiempo profundo de la historia sobre el cual se estructura la memoria y la identidad (individual y colectiva).

Para esta singular manera de abordar y comprender las disciplinas sociales, la lucha de clases y la conciencia de clase que se verifican y construyen en la historia se evaporan en lo insondable de una misma fotografía instantánea —mejor dicho, atemporal o ajena al tiempo— fuera de foco, que se desmembra en mil imágenes difusas y yuxtapuestas en un collage y un pastiche sin contornos definidos. Con el olvido de la historia y la cancelación de la lucha de clases también se evapora el sujeto, se anula su identidad (no sólo de género, Judith Butler, su identidad a secas) y se archiva su memoria, es decir, desaparece toda posibilidad de crítica y de oposición radical al capitalismo y a su modo de vida mediocre, inauténtico, comercializado, mercantilizado, serializado y cosificado.

Lo que impregna todo este emprendimiento que pretende enterrar en un chasquido de dedos y por decreto mágico a la dialéctica; que desde los cómodos sillones de los despachos de las fundaciones privadas se atribuye autoridad como para labrar el acta de defunción de todo sujeto revolucionario; que propone expurgar de las ciencias sociales la herencia de la lógica dialéctica de las contradicciones explosivas; que intenta abandonar para siempre toda perspectiva de confrontación con los Estados burgueses y el imperialismo por su carácter supuestamente jacobino-blanquista; que sueña, ilusoriamente, con garantizar el pluralismo sin plantearse la revolución es, en definitiva, una visión política que renuncia a la lucha radical y revolucionaria contra el capitalismo. No es más que la legitimación metafísica de la impotencia política. Sobre esa base muda pero operante hoy actúa e interviene la ofensiva sacerdotal de las altas jerarquías del Vaticano en Nuestra América.

Pero esta legitimación no se hace en el lenguaje ingenuo del socialismo moderado de fines del siglo XIX (tan caro a nuestro Juan B. Justo, en Argentina, o a Eduard Bernstein, en Alemania), sino a través de toda una serie de giros y neologismos teóricos, filosóficos, políticos; repletos de eufemismos, ademanes y puestas en escena, que no logran proporcionar una nueva teoría, superior y con mayor poder de explicación y de intervención que la aportada por la tradición marxista.

Siguiendo este derrotero, de modo repentino y sin mayores trámites molestos, la literatura de la Academia norteamericana y de la Academia europea post ’68 abandonan de un plumazo las categorías críticas de estirpe marxista que cuestionan el fetichismo de la sociedad mercantil capitalista y su fragmentación social, hoy mundializada hasta límites extremos.

A partir de esos años, la mirada crítica de la dominación y la explotación capitalista se desplazó desde la gran teoría  —centrada, por ejemplo, en el concepto explicativo de “modo de producción” entendido como totalidad articulada de relaciones sociales históricas o “sistema mundial capitalista”— al relato micro, desde el cuestionamiento del carácter clasista del aparato de estado a la descripción del enfrentamiento capilar y a la “autonomía” absoluta de la política, desde el intento por trascender políticamente la conciencia inmediata de los sujetos sociales a la apología populista de los discursos específicos propios de cada parcela de la sociedad.

                Pero la mutación teórica no se detuvo allí. En el denominado “giro lingüístico” que promovieron las metafísicas “post” —perspectiva que sin duda mantiene una deuda permanente con la herencia de Martín Heidegger y sus neologismos insufribles de los que Borges solía reírse—, el mundo social se vuelve pura imagen y representación, perdiendo de este modo su peso específico en aras del lenguaje y el mero discurso (ya sea consensuado, como en la neoilustración comunicativa de Habermas, o no consensuado, como en el posestructuralismo de Derrida). De esta manera, la praxis revolucionaria antisistémica y la transformación radical de la sociedad se disuelven, por decreto, en el aire volátil de la pura discursividad. La sociedad capitalista queda sancionada, administrativamente y con el sello prestigioso de las metafísicas académicas “post”, como algo eterno. Sólo restaría continuar vociferando, maldiciendo y protestando en el ámbito local y en el micromundo de los movimientos sociales; eso sí, con la condición de que cada uno permanezca encerrado en su propia problemática y todos se mantengan, recíprocamente, ajenos y sordos.

Frente a esta descripción, podría quizás argüirse que el posestructuralismo y el posmodernismo han sido corrientes diversas y que no conviene confundirlas incluyéndolas bajo el mismo paraguas. Tal vez sea cierto. No obstante, nosotros compartimos el análisis de Fredric Jameson, quien sostiene que “continúo afirmando que la teoría contemporánea (es decir, el «posestructuralismo» esencialmente), ha de ser comprendida como otro fenómeno posmoderno más”.

También podría argumentarse que dentro mismo del posestructuralismo sería posible distinguir dos corrientes: la de aquellos que reducen toda la realidad social a un plano únicamente textual (por ejemplo Derrida) y la de aquellos otros que sí admiten una realidad extradiscursiva, donde conviven lo dicho y lo no dicho, el discurso y las instituciones (por ejemplo Foucault). Sin embargo, ambos tienen un mismo suelo común estructurado sobre el abandono absoluto de la categoría de sujeto, la dificultad para fundamentar una oposición radical al conjunto del sistema capitalista como totalidad y la ausencia de una teoría que permita fundamentar la praxis colectiva transformadora a partir de su propia historia.

 Las instancias y segmentos que conforman el entramado de lo social se volvieron a partir de entonces absolutamente “autónomas”. ¡El fragmento local cobró vida propia! Lo micro comenzó a independizarse y a darle la espalda a toda lógica de un sentido global de las luchas, rebeliones y emancipaciones. La clave específica de cada rebeldía (la del colonizado, la de etnia, pueblo o comunidad oprimida, la de género, la de minoría sexual, la generacional, etc.) ya no reconoció ninguna instancia de articulación con las demás.  El proyecto socialista y la identidad comunista quedaron fuera de escena. Cualquier intento por integrar luchas diversas dentro de un arco común —más allá de las “redes” volátiles— era mirado con desconfianza como anticuado. “Nadie puede hablar por los demás”, se afirmaba con orgullo, mientras se subrayaba que “Toda idea de representación colectiva es totalitaria”. Cada dominación que saltaba a la vista para ponerse en discusión sólo podía impugnarse desde su propia intimidad, convertida en un guetto aislado y en un “juego de lenguaje” desconectado de todo horizonte global y de toda traducción universal.

De este modo, con la ayuda de los grandes monopolios de la (in)comunicación que inducían y propagandizaban este tipo de relato, se terminó avalando y enalteciendo como el máximo de lo posible la inorganicidad, la dispersión, el culto de lo “espontáneo”, la micropolítica del nicho y la falta de una mínima estrategia política común a largo plazo. En gran medida, a esa política se la conoció popularmente en nuestro continente como “autonomismo” (aunque si fuéramos estrictos en la descripción el autonomismo no es exactamente eso). Las luchas por las diferencias (culturales), aunque justas en sus reclamos específicos de identidad, terminaban dejando intacto el modo de producción capitalista en su conjunto. La inserción subordinada y dependiente de Nuestra América en el sistema mundial capitalista fue a partir de allí imposible de ser cuestionada.  Las reivindicaciones puntuales despeinaban al sistema —arrancándole paulatinamente reformas institucionales que ampliaban la “tolerancia” hacia los nuevos sujetos sociales— pero no lo herían de muerte en su corazón.

Los casos emblemáticos del Ejército norteamericano —invasor genocida de varios países al mismo tiempo, instructor en tortura de cuanta dictadura militar exista por allí y perro guardián de los grandes capitales— dejando ingresar en sus filas a homosexuales, otorgando altos rangos jerárquicos a miembros de la comunidad latina o afroamericana y permitiendo que la tortura a los detenidos en las prisiones de Irak o Guantánamo sean aplicadas también por mujeres estadounidenses estaban encaminados en la misma dirección que la adoptada por el extremista George W. Bush cuando en su momento designó a una mujer negra como consejera de seguridad —es decir, vocera pública de la extrema derecha militar. Todos estos casos resultan sumamente expresivos de esta sutil política de “tolerancia”, “pluralismo” y “respeto de la diversidad”, reclamada con fervor... por las metafísicas “post”.

Los poderosos festejaban. Habían logrado conjurar —sólo momentáneamente, como después quedó demostrado— la amenaza del viejo topo revolucionario que tanto los había molestado e incomodado durante los años ‘60.

¡Cualquier reclamo de guetto particular, si no apunta contra el sistema en su conjunto, resulta perfectamente neutralizable, integrable y asimilable en función del refinamiento, modernización y mayor sutileza de la dominación!

Separando artificialmente la dominación patriarcal de la dominación de clase, la opresión cultural de los pueblos coloniales y las comunidades indígenas del gran proyecto económico expansionista del imperialismo, el racismo del colonialismo, la destrucción sistemática del ecosistema y el despilfarro de los recursos naturales de la “racionalidad” irracional de la acumulación capitalista; cada movimiento social corrió el riesgo de transformarse en un micro grupo y en una micro secta. Cada política en una micro política. Cada protesta en un reclamo molecular. Cada grito colectivo en un inofensivo susurro local. Repudiando la política de clases y todo tipo de organización política transversal —no sólo las cristalizaciones tradicionales, burocráticas, jerárquicas y reformistas, sino toda política en general— se trató por todos los medios de mantener a cada movimiento social dentro de su propia parcela y su carril específico para que no se suelten las riendas del poder y la dominación.

De este modo, mediante esta indisimulada fetichización de los particularismos, se podía ir neutralizando, cooptando e incorporando cada protesta que surgía, una a una, desgajada de cualquier posible peligrosidad o contagio anticapitalista con la que tenía inmediatamente al lado. Se modernizaba la hegemonía del capital, incorporando dentro de su propia órbita todo reclamo y fagocitando toda protesta alternativa.

En plena euforia capitalista neoliberal, David Harvey sintetizó esas posiciones ideológicas del siguiente modo: “El posmodernismo nos induce a aceptar las reificaciones y demarcaciones, y en realidad celebra la actividad de enmascaramiento y ocultamiento de todos los fetichismos de localidad, lugar o agrupación social, mientras rechaza la clase de metateoría que puede explicar los procesos económico-políticos (flujos monetarios, divisiones internacionales del trabajo, mercados financieros, etc.) que son cada vez más universalizantes por la profundidad, intensidad, alcance y poder que tienen sobre la vida cotidiana” .

El posestructuralismo y sus derivados “posmarxistas” y “posfundacionalistas” se limitaron a merodear sobre este ramillete de conflictos puntuales fetichizados, sin cuestionar jamás la totalidad del modo de producción capitalista, el armazón que subsume, entreteje y reproduce de manera ampliada esas diversas opresiones.

Cabe preguntarse: ¿por qué no pueden cuestionar ese núcleo inconfesado pero omnipresente? ¿Por qué divorcian, por un lado, la opresión de género, la discriminación hacia las nacionalidades, etnias y culturas oprimidas por el imperialismo, la destrucción del clima y el medio ambiente y el autoritarismo de la institución escolar que oprime a los jóvenes; y por el otro, las dominaciones de clase, la explotación y superexplotación de la fuerza de trabajo, la subsunción de todas las formas de convivencia humana bajo el imperio absoluto del valor de cambio, el dinero, el mercado y el poder del capital?

La respuesta no es tan compleja, como podría parecer cuando se leen las artificialmente complicadas elucubraciones neolacanianas de Slavoj Zizek o las referencias al último Ludwig Wittgenstein en Ernesto Laclau o en otros textos posestructuralistas. Ese divorcio no es inocente ni accidental. Bajo esa jerga, pretenciosamente erudita, distinguida, presumida y aristocratizante, se esconden verdades del sentido común.

La razón estriba en que para estas metafísicas los conflictos terminan siendo externos y ajenos al corazón de las relaciones sociales del capitalismo. Por lo tanto, solucionables y superables en el horizonte de una supuesta y enigmática “democracia absoluta” —según Negri— o “democracia radical” —según Laclau— que, ¡oh casualidad!. dejan intacto el régimen capitalista. No es casual que ambos autores, tan celebrados en la Academia, hayan apoyado a diversos gobiernos capitalistas “con rostro humano” en América Latina. PODEMOS en el estado español se estructura en gran medida sobre esos discursos. ¿Esa posición política no tiene ningún vínculo con su teoría?

Para la mayoría de las corrientes posmodernas y posestructuralistas el capitalismo, en última instancia, puede ser compatible con “el respeto al Otro”, “el diálogo democrático”, la “no discriminación”, etc. La “radicalización de la democracia” (capitalista) como último horizonte implica un abandono muy claro, no siempre explicitado, ni siquiera por los “posmarxistas” y “posfundacionalistas”: la perspectiva de la revolución socialista y la lucha por el poder para la transformación radical de la sociedad desaparecen rápidamente de la escena teórica y de la agenda política.

 

La crisis del “neodesarrollismo”, los gobiernos progresistas  y la disputa por el movimiento popular

        Toda disputa en el terreno ideológico y cultural se apoya en un subsuelo social y material y también en un contexto político y económico de relaciones de fuerza.

¿Cuál ha sido el mapa en este ámbito y cuáles las tendencias en los últimos 15 años?

Agotado y en crisis total el neoliberalismo más furioso de la década de los ’90, por diferentes vías el continente latinoamericano ha experimentado diversos ensayos, en disputas recíprocas, genéricamente calificados como “posneoliberales”, un término demasiado ambiguo, omniabarcador y con contornos poco definidos que no ayudan a explicar la especificidad de los conflictos sociales del último período.

Algunos de estos experimentos incluyen las políticas económicas de los países más alineados con el libre comercio del eje del Pacífico (México, Colombia, Perú, Chile), estrechamente cercanos a la doctrina del “regionalismo abierto” y al antiguo neoliberalismo que no alcanzó a implementarse a escala continental con el fallido ALCA, impulsado por Estados Unidos y en gran medida frenado por la arremetida del gobierno bolivariano chavista. Dentro de ese bloque del Pacífico conviven desde democracias formalmente parlamentarias pero al mismo tiempo contrainsurgentes como el Estado de Colombia (con gravísimas violaciones a los derechos humanos más elementales y un alineamiento absoluto con Washington) hasta gobiernos nominalmente denominados “socialistas”, como el de Chile, que en la práctica no se aparta del programa neoliberal clásico. Países diferentes, pero que con sus matices comparten el distanciamiento de toda iniciativa política continental antagónica o inclusive apenas independiente de la gran potencia del norte.

En segundo lugar, nos encontramos con las políticas económicas de los países vinculados al eje del Mercosur (como Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil, aunque más tarde se hayan sumado Venezuela y Bolivia). En general, los integrantes del Mercosur, en particular sus socios fundadores, se alinean con doctrinas económicas que a falta de un mejor término podrían denominarse “neodesarrollistas”, donde convive centralmente el extractivismo indisimulado de neto corte exportador con políticas activas que incentivan cierta demanda interna y el consumo popular, así como determinados gestos de inclusión social, pero sin modificar las estructuras de fondo, que no dejan de ser dependientes, a través de las cuales estos países reproducen un antiguo rentismo (donde la soja y la minería a cielo abierto reemplazaron los productos más tradicionales como carne, maíz, trigo, yerba mate o café) que evidentemente no ha derivado ni generado una reindustrialización.

Por último se encuentran los países que integran el Alba (principalmente Venezuela y Cuba, a los que se han sumado posteriormente Bolivia, Ecuador, Nicaragua y otros países menores). En este bloque conviven experiencias “socialdesarrollistas”, que priorizan la heterodoxia económica keynesiana, si se quiere profundizada, el mercado interno y la inclusión social, sin salirse del capitalismo con otras iniciativas de aspiraciones más radicales que hace ya largas décadas han pretendido comenzar la marcha hacia una transición más allá del capitalismo, con aspiraciones explícitamente socialistas (la mayor parte, lamentablemente, sin lograrlo). El abanico de las doctrinas que guían a los países agrupados en el Alba es demasiado variado y heteróclito como para incluirlo bajo un mismo paraguas, ya que allí convive la extensa experiencia cubana de más de medio siglo con sus riquísimos debates sobre la transición socialista  con el rentismo petrolero venezolano que intentó redistribuir la renta hacia el consumo popular y la política de las misiones y sus reformas sociales pero sin encarar una expropiación en gran escala del capital. En el medio se encuentra la experiencia comunitaria boliviana, donde bajo la política del “buen vivir” conviven desde el antiguo extractivismo hasta mercados regionales y formas de economía de raigambre ancestral en Nuestra América .

En términos generales, el ciclo “neodesarrollista” en nuestro continente, caracterizado por la profundización de la matriz extractivista y el carácter compensatorio de las políticas sociales, muestra señales de agotamiento y comienza a dejar ver indicios de un cambio de correlación de fuerzas hacia políticas más regresivas, con menor inclusión social. Los denominados gobiernos progresistas en la región –que impulsaron en buena medida este ciclo– hoy enfrentan serias dificultades de continuidad o intentan estrategias de reconversión. El caso emblemático de Brasil (el más grande de todos, a nivel espacial, a nivel poblacional y por su capacidad de liderazgo regional) es sin dudas clave para analizar esta coyuntura y comprender el rol de los movimientos populares en esta etapa. No casualmente allí y en Bolivia el Papa Francisco-Bergoglio ha intentado pisar fuerte en el ámbito de los movimientos sociales y populares para conducir y marcar el camino de la etapa convulsionada y de fuerte disputa que se avecina.

 

Crisis de civilización y ofensiva sacerdotal del Vaticano

    “La lucha contra el modernismo había llevado demasiado a la derecha  al catolicismo, era preciso por lo tanto «centrarlo» nuevamente  alrededor de los jesuitas, es decir, volver a darle una forma política dúctil,  sin rigidices doctrinarias, con una gran libertad de maniobra”

ANTONIO GRAMSCI

 

    Como ya hemos apuntado, diversos sociólogos y cuadros técnicos (Daniel Bell, Samuel P.Huntington), funcionarios del Departamento de Estado norteamericano (Francis Fukuyama) y filósofos posmodernos (Jean-François Lyotard) han venido insistiendo desde los años ’60 con el “agotamiento de la política” y “el fin de las ideologías” (Daniel Bell), “el fin de la historia” (Francis Fukuyama), “el fin de los metarrelatos y las grandes narrativas históricas” (J-F. Lyotard).De todos ellos, en general consustanciados con el capitalismo occidental (algunos sutiles, con jerga filosófica de ademanes libertarios, otros menos disimulados, apelando a terminología mercantil, y finalmente algunos más, apologistas directos del capital financiero), quien mayor énfasis depositó en las cuestiones religiosas fue Huntington, integrante del Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca de Estados Unidos.

En una obra altamente celebrada por los círculos más concentrados de la derecha norteamericana, Huntington pronosticó hace casi dos décadas el renacimiento religioso de nuestros días. La llamó, siguiendo a Gilles Kepel, “la revancha de Dios”. La tesis central de su libro sostiene que “la gente ve el comunismo únicamente como el último dios laico que ha caído, y a falta de nuevas deidades laicas convincentes, se vuelve con alivio y pasión a lo auténtico. La religión ha tomado el relevo de la ideología” .

Aunque las intenciones del argumento de Huntington son, claramente, apologéticas y defensoras del capitalismo, contienen un grano de verdad. La emergencia durante los últimos años de fundamentalismos extremistas, cuando no son inventos artificiales de la CIA o el MOSSAD destinados a golpear “estados enemigos” y a desintegrar políticamente el tejido social de zonas con tentadores recursos naturales, expresan particularismos de identidades fragmentadas. En ese clima mundial, asistimos a una hibridación de modernismos propios del mercado mundial y del consumista y derrochador american way of life, posmodernismos de identidades comunitarias debilitadas que reemplazan la ausencia de alternativas políticas socialistas y comunistas junto con la ofensiva sacerdotal propia de iglesias institucionales entre las que se destaca, notablemente, el Vaticano romano (uno de los pilares de la hegemonía occidentalista —disfrazada de “universalismo”— a escala mundial).

En ese contexto de escasez de alternativas anticapitalistas radicales, ausencia de “Estados-guías”, eclecticismo ideológico y debilitamiento de opciones antimperialistas aparece… el Papa Francisco (Bergoglio). La lucha de clases, como la naturaleza en los libros de Aristóteles, tiene horror al vacío. Cuando la silla está vacía, alguien la ocupa.

La ofensiva sacerdotal del Papado Vaticano romano al que estamos asistiendo en estos años forma parte de una disputa interna al interior de la hegemonía del capitalismo occidental. Roma apuntala y al mismo tiempo disputa con Washington y Berlin. En el “choque mundial de civilizaciones” el Vaticano quiere dirigir la batuta de Occidente y marcar el ritmo de la orquesta del capital en su fase “posneoliberal”. Para eso la Iglesia tiene que salir fuera del Templo y retomar la iniciativa que tenía perdida o debilitada.

A la hora de evaluar y reflexionar sobre el papel político protagónico del Papa Francisco-Bergoglio y el actual “renacer Vaticano” no tenemos en mente una discusión de carácter metafísico, órbita donde se inscribe su primer encíclica “Lumen Fidei” [La luz de la fe] (promulgada y firmada el 29 de junio de 2013), continuidad directa de las reflexiones metafísicas del Papa anterior Benedicto XVI-Ratzinger. Tampoco nos centramos en las acusaciones sobre el oscuro pasado de Bergoglio (integrante de las altas jerarquías eclesiales durante la genocida dictadura militar argentina) .

Nuestra reflexión apunta al presente, no al pasado, y a la política, no a la metafísica. Siguiendo las enseñanzas de Antonio Gramsci interpelamos a los prelados de Roma como políticos de Roma y del Estado Vaticano, no como metafísicos del alma humana.

Como no creemos en milagros, alguien que históricamente se ubicó en los segmentos jerárquicos más afines al conservadurismo de la Iglesia argentina (estrechamente vinculada a Roma), difícilmente mute, repentinamente y por arte de magia, en un líder carismático “progresista” e incluso, como algunos lo llamaron “socialista”.

Michael Löwy distingue dentro de la Iglesia de América latina cuatro tendencias: (a) el grupo ultrafundamentalista, donde se encuentra el nucleamiento protofascista “Tradición, familia y propiedad”, (b) La corriente tradicionalista conservadora y poderosa, vinculada a la curia romana, donde se encontraría el CELAM [Conferencia Episcopal Latinoamericana, creada en 1955], (c) la corriente reformista y moderada, presta a defender en alguna medida los derechos humanos y las demandas de los pobres (corriente que habría tenido peso en la Conferencia de Puebla de 1979 y en la de Santo Domingo en 1992) y finalmente (d) la corriente minoritaria que simpatiza con la teología de la liberación y los movimientos de los trabajadores y campesinos. Dentro de esta última corriente, la sección más avanzada estaría representada por los cristianos revolucionarios, el “Movimiento de Cristianos por el socialismo”, las vertientes afines a los sacerdotes insurgentes y al marxismo cristiano .

Jorge Mario Bergoglio-Francisco se ubicó en su trayectoria previa al nombramiento como Papa en la segunda corriente descrita por Löwy. Desde ese cargo y ocupando las más altas jerarquías de la curia, por ejemplo, fue dos veces presidente de la Conferencia Episcopal Argentina y al mismo tiempo canciller de la aristocrática y privada Universidad Católica Argentina (UCA) que como es de público conocimiento expresa las posiciones más conservadoras y elitistas de la Iglesia argentina. A partir de su asunción como jefe del Vaticano desplazó ese conservadurismo que lo llevó a ser Papa hacia una posición más moderada, renovadora y modernista (la tercera corriente que describe Löwy), pero lejos está de representar o de compartir las posiciones radicales y críticas del capitalismo de la cuarta corriente.

Por ejemplo, su segunda encíclica, Laudato si [Alabado seas], promulgada y firmada el 24 de mayo de 2015 y centrada en el medio ambiente y el desarrollo sostenible, se inscribe en un horizonte “posneoliberal” pero de ninguna manera pertenece, ni por asomo, al arco del ecologismo anticapitalista. Refleja ciertas nociones vagas y genéricas sobre el cambio climático que bien podría suscribir cualquier ONG políticamente correcta o incluso Greenpeace. Que haya sido interpretada como “un giro radical” en la Iglesia, forzando la letra de lo expresado por el Papa y pretendiendo descubrir en tímidos gestos modernizantes una “voz revolucionaria” habla más bien de las carencias difusas, el eclecticismo y los deseos postergados del mundo de la izquierda que de la propia ideología Vaticana.

Francisco-Bergoglio llega para modernizar. ¿Quiere terminar con el capitalismo? La respuesta es más que obvia. Desde nuestro punto de vista, su estilo comunicativo y diplomático expresa una ofensiva política sacerdotal que reforma para restaurar, moderniza para aggiornar, renueva para mantener, disputando la hegemonía al interior del occidente capitalista. Sus críticas genéricas al “sistema” y en defensa de la familia expresan algo cierto: la mundialización del mercado capitalista ha destruido vínculos comunitarios, ha profundizado la soledad del individuo incluso en medio de grandes masas, bajo el manto de la hiperconectividad, los sujetos están más aislados que nunca, con identidades colectivas sumamente debilitadas y sin alternativas radicales al alcance de la mano. En ese desierto de lo real, el mensaje Vaticano viene a reclamar un alerta comunitario, pero dentro del orden del capital. Francisco-Bergoglio reactualiza la antigua doctrina social de la Iglesia que llama a conciliar el capital con el trabajo. Su papel intermediario entre Cuba y Estados Unidos no está lejos de ese propósito. Se trata de aliviar el embargo a Cuba, bajo la condición de que el proyecto socialista radical e internacionalista de la Revolución Cubana se archive de una vez y para siempre. Ni hablemos de que se siga promoviendo la insurgencia a nivel y escala continental. La paz de Francisco-Bergoglio es la paz del capital. Dialoguista, suave, moderado, diplomático, pero dentro del capitalismo. Adiós al Che Guevara. Adiós a las Panteras Negras. Adiós a la Revolución de los humildes y explotados. Integración de Cuba en la comunidad hispanoamericana y defensa de la inmigración dentro de Estados Unidos… dentro del orden establecido. ¿Se entiende?

Para el marxismo crudo, rudimentario y esquemático de la antigua izquierda tradicional, más cercano al economicismo y a la metafísica materialista que a la filosofía de la praxis, los fenómenos y experiencias vinculadas a la espiritualidad popular siempre resultaron ser un enigma, una ideología encubridora (entendida como “falsa conciencia” o incluso vulgar manipulación) y una “cortina de humo” burguesa a la que ni valía la pena prestarle atención.

Ese marxismo de manual, en el mejor de los casos, tragaba sin masticar ni digerir el no por famoso menos inconducente “diálogo entre católicos y marxistas”  (fórmula diplomática de negociación interestatal durante los años ’60 entre Moscú y Roma, entre el PCUS y el Vaticano, entre el PCI y la Democracia Cristiana, que terminó sellando el “compromiso histórico”  de septiembre de 1974 –firmado un año después del golpe de estado de septiembre de 1973 alentado por la Democracia Cristiana contra Salvador Allende y la Unidad Popular chilena—. Dicho “compromiso” era promovido por una Democracia Cristiana italiana que se comprometía (aunque contaba con 15.000 terroristas de GLADIO-CIA) a no dar un golpe de estado si el PCI ganaba las elecciones y un PCI eurocomunista, que de la mano de Enrico Berlinguer, garantizaba no intentar tomar el poder por vía insurreccional, ni por ningún otra vía, si lograba ganar la mayoría del consenso popular.

Aunque aceptaba a rajatabla ese pacto institucional entre dos estados, el marxismo de manual, vanagloriándose en el plano doctrinario de su supuesto “ateísmo científico”, rechazaba en seco y sin mediaciones, todos los debates vinculados a la teología de la liberación latinoamericana que bien lejos de los pactos institucionales y diplomáticos del Vaticano romano intentaba en serio fusionar el mensaje profético-apocalíptico de las comunidades de base y la crítica al fetichismo del mercado capitalista  y su becerro de oro con la crítica condensada en los Manuscritos económico filosóficos de 1844, los Grundrisse y El Capital de Karl Marx. Creyéndose ingenuamente “muy rojo” y “muy ortodoxo”, aquel marxismo economicista se desentendía de la lucha de clases al interior del cristianismo latinoamericano y mundial. Curiosamente, mientras aceptaba sin ningún problema las negociaciones diplomáticas con el conservadurismo eurocéntrico del Vaticano romano (estrecho aliado de Estados Unidos en su lucha contra el comunismo como lo expresó sin disimulo Juan Pablo II-Karol Wojtyla), desconfiaba de los guerrilleros cristianos-marxistas latinoamericanos.

Coherente con esa línea histórica de incomprensión de la lucha ideológica por la hegemonía socialista y comunista en el campo popular, así como antes rechazaba torpemente y en bloque todo debate con el marxismo cristiano, hoy [2015], acomodándose pragmáticamente a la realpolitik y a la razón de estado, acepta también el paquete completo, pero al revés. Mientras en el pasado desconfiaba de los revolucionarios cristianos que se pronunciaban por el Socialismo, miraba de reojo a los sacerdotes insurgentes y olfateaba a disgusto al  Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (que en diversos países y con variaciones singulares se esforzaban por unir el comunismo de Marx con el mensaje profético-apocalíptico, comunitario y rebelde de Jesús y sus compañeros ), hoy esa misma izquierda institucional recibe ingenuamente y aplaude acríticamente al Vaticano y al Papa Francisco-Bergoglio. Lo festeja como si fuera un bolchevique de extrema izquierda por haber pronunciado apenas dos frases tímidas e insípidas sobre la pobreza, el clima y el capitalismo, sin percibir que esas frases mediáticas, esos gestos y sonrisas calculados ante cámara y sin consecuencias reales sobre las estructuras de poder real del sistema capitalista mundial, no hacen más que aggiornar la dominación, modernizando el mensaje jerárquico-sacerdotal  y relanzando a la arena de los movimientos sociales el viejo proyecto político en sus orígenes bautizado como “partido popular”, más tarde, en la posguerra, “democracia cristiana” y que hoy adoptará alguna nueva denominación secular para disputar en el campo político no sólo con el marxismo radical sino también con el cristianismo profético y revolucionario el corazón y la voluntad de las masas oprimidas y explotadas, apuntando a quitarles la iniciativa y la autonomía que ni Juan Pablo II ni Benedicto XVI habían podido quebrantar. La influencia de Francisco-Bergoglio sobre algunos dirigentes del Movimiento Sin Tierra de Brasil y algunos movimientos sociales en Bolivia debería inscribirse, si no nos equivocamos, dentro de esa ofensiva del proyecto sacerdotal (institucional y jerárquico) destinado a aplastar el mensaje profético-apocalíptico que tanta repercusión tuvo en Brasil  y América latina durante más de treinta años.

Sin hacer un balance de inventario con aquel marxismo de manual, un análisis crítico de los esquemas perimidos y sin comprender esta nueva ofensiva papal-sacerdotal en el terreno social y político latinoamericano difícilmente podrá construirse un mapa de las disputas ideológicas actuales y futuras del movimiento revolucionario y antimperialista. Si no producimos con urgencia un cambio de orientación, en la disputa por los movimientos sociales y populares latinoamericanos, el Vaticano (punta de lanza ideológica del occidentalismo capitalista) le hará fácilmente jaque mate al marxismo radical.

Debemos prepararnos para enfrentar las nuevas correlaciones de fuerza y los nuevos gatopardismos. Con viento a favor o con viento en contra. Necesitamos como el aire, el pan y la belleza, reconstruir una alternativa antimperialista y anticapitalista de alcance mundial. Recrear el comunismo, no como sinónimo de burocracia corrompida, con doble vida y doble moral, oportunista, autoritaria y monstruosamente jerárquica, sino como aquello que el Che Guevara denominó, con una autenticidad, una convicción y una sinceridad absoluta que nos sigue emocionando: “los ideales más nobles de la humanidad”. Esos mismos ideales igualitarios por los que lucharon hace miles de años unos locos en sandalias perseguidos y torturados por el Imperio Romano, en aquella época el más poderoso de la Tierra.

Frente al eclecticismo que nos desarma, nos desorienta y nos deja desnudos en medio de la calle, el marxismo latinoamericano necesita ir más allá de todo progresismo, de todo “neodesarrollismo” y de la crítica al neoliberalismo. Plantear el socialismo como proyecto histórico y el comunismo como identidad política, comunitaria y personal, integrando diversas demandas y reclamos de los movimientos sociales pero apuntando, sin tranzar, sin traicionar, a quebrar la espina dorsal del mercado y el sistema mundial capitalista.

 

Buenos Aires, Barrio del Once, octubre de 2015 (en un nuevo aniversario del Che)


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